El poder de la palabra
Todos los ámbitos de nuestra existencia están marcados
por el poder que tienen las palabras.
Las
palabras son determinantes para los cónyuges, pues dependiendo de cuál sea su
contenido e intención, así será la mutua relación que exista entre ambos. Las palabras bruscas y desconsideradas pueden
deteriorar y hasta destruir una unión, pero las palabras afectivas y cálidas la
fortalecen.
El
libro de Proverbios concede gran importancia a las palabras en la vida
cotidiana, aunque probablemente el pasaje en el que dicha importancia alcanza
su cima es el que dice: “La muerte y la
vida están en poder de la lengua”.
Aquí se hace depender las grandes realidades de nuestra existencia, como
son la vida y la muerte, de las palabras.
Un
ejemplo del poder devastador que tienen, está en el caso de aquel siervo de
Saúl llamado Doeg, quien estaba presente cuando David, que huía de Saul, vino a
pedir ayuda al sacerdote y este se la concedió.
La delación que hizo Doeg ante Saul acerca de quiénes ayudaron a David
ocasionó una matanza de personas inocentes.
En contraste, las palabras de Ester intercediendo por su pueblo ante
Asuero sirvieron para la preservación de los judíos, que estaban condenados al
exterminio.
Son dos
ejemplos que corroboran la máxima del texto de Proverbios sobre el enorme poder
que tienen las palabras. Poder de
destrucción y poder de salvación. Ahora
bien para que las palabras cumplan su función, ya sea la bienhechora o la
destructora, es necesario que haya alguien que las reciba, esto es, que las
crea. Y aquí es cuando surge la
interrogante: ¿cuáles son las palabras dignas de ser creídas?
La
Biblia, el mismo libro que contiene el texto de Proverbios 18:21, no titubea en
la respuesta a esa crucial cuestión. Es
destacable que cuando todo empezó, el futuro del ser humano quedó asociado
indisolublemente a unas palaras que le fueron dadas. Eran palabras verdaderas, porque procedían de
una fuente verídica, merecedora de darle credibilidad.
Las
palabras que Dios dio a Adán fueron las siguientes: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del
bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente
morirás”. Eran palabras preservadoras,
a fin de que el hombre se mantuviera en el estado de bien-aventuranza en el que
había sido creado. De haberlas guardado,
todo habría ido bien.
Sin
embargo, frente a estas palabras surgieron otras, procedentes de una fuente muy
distinta. Eran palabras contradictorias,
que negaban las anteriores. Prometían
grandes cosas, aunque su credibilidad no estaba contrastada, al contrario que
las primeras. Solo cuando fueron creídas
el hombre comprobó, demasiado tarde ya, que eran palabras engañosas. Y así fue como el fraude más grande jamás
ideado produjo la catástrofe de la que avisaba las palabras merecedoras de ser
creídas.
El caso
de Adán fue prototipo y anticipo de los casos que vendrían después de él, ya
que su acción, al ser la cabeza del género humano, repercutió en el resto de su
descendencia, que invariablemente siguió en la siniestra senda que él había
abierto; pero independientemente del derrotero que hemos tomado los seres
humanos, la evidencia continúa siendo la misma que al principio: hay unas palabras que son dignas de ser
creídas. Un texto lo dice de la
siguiente manera: “Las palabras del
Señor son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada
siete veces”. La ilustración de la
plata purificada, libre de toda escoria, es decir, de toda mezcla, al haber
sido sometida a un exhaustivo proceso de refinado, sirve de comparación para
presentar la genuina calidad y cualidad que tienen las palabras de Dios. Muy diferentes a las palabras de los
hombres. Muy diferentes a las palabras
que proceden de fuentes espurias. Tras
aquel fracaso descomunal del principio, ahora Dios nos presenta de nuevo su
palabra, para que nos acojamos a ella y seamos rescatados del abismo en que
hemos quedado atrapados.
Esa
palabra es para vida y viene por medio de Jesucristo, quien afirmó: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi
palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación,
mas ha pasado de muerte a vida”.
Definitivamente, tu condenación o tu salvación penden de las
palabras. De las palabras que
crees. Por eso la cuestión vital es que
te asegures de que crees en aquellas que te libran de lo primero y te otorgan
lo segundo.
Revista Impacto
Evangelístico Junio 2016, páginas 18-19.