Vestíos como escogidos de Dios.


Colosenses 3:12-14.

Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.”

CONCLUSIONES.

Sabemos que la vestimenta de cada persona, en muchos casos va muy acorde con su profesión y lo que hace la vestimenta es distinguirla de las demás personas, aunque ellas en su interior o en su estilo de vida, no armonicen realmente con lo que representan, de ahí el dicho: “El hábito no hace al monje”.

Es así como las fuerzas armadas se visten con camuflados, los pilotos con un atuendo de chaqueta azul y camisa blanca, las monjas con largos vestidos blancos y velos en sus cabezas, los mecánicos con su overol, los panaderos y enfermeras con su camisa y pantalón blancos, los médicos con su camisón blanco y aún los indigentes se visten con ropas sucias y mal olientes, aunque les toque por obligación.

Pero los vestidos que pide Dios no son los físicos sino los espirituales, que de alguna forma se ven reflejados en la parte física; pues no es posible ser un hijo de Dios y vestir como indigente.  Dios quiere que nos vistamos de estas virtudes, para que de esta forma seamos visibles en el reino de los cielos y no unos completos desconocidos.  Veamos estos nueve componentes del vestuario espiritual:

1.  Santos y amados.  Santidad es estar apartados del pecado y reservados para Dios; en esta situación somos amados por Dios y ese amor llega a nosotros y también se refleja hacia los demás.

2.  De entrañable misericordia.  Esto quiere decir que la misericordia debe ser parte de nuestras vidas, debe correr por nuestra sangre, debe saturar hasta nuestras entrañas; pues la misericordia es el fundamento del segundo gran mandamiento: “Amad a vuestro prójimo como así mismo”.

3.  De benignidad. Que todo lo que hagamos siempre tenga una sola tendencia, y esta debe ser solamente el bien para nuestros semejantes.

4.  De humildad.  La humildad es reconocer que hay otras personas que son superiores a nosotros en muchos aspectos de la vida y actuar de forma agradecida ante todo lo que recibamos de ellos.  El hecho de creernos superiores conlleva a pecados como la soberbia, el orgullo y la vanidad.

5.  De mansedumbre.  Somos seres sociales y esta relación con nuestros semejantes debe estar enmarcada dentro de la mansedumbre, es decir nada de iras, ni de contiendas, ni de litigios, ni de pleitos con nuestros semejantes.

6.  De paciencia. Paciencia es guardar la prudencia y el tiempo suficiente de tal forma que los sucesos se vayan desarrollando de forma natural; así mismo saber esperar a que las personas respondan de forma adecuada luego de un lapso de tiempo estipulado.  En cuanto a Dios, es reconocer que Él maneja su tiempo y que responderá a nuestras peticiones en su tiempo y en su voluntad y no en el nuestro.

7.  Soportándonos unos a otros. Hay muchas personas a nuestro alrededor que pareciera que todo lo que hacen es para disgustarnos y enfadarnos; a aquellos, dice Dios que debemos soportarlos, que debemos soportar a los más débiles, para que ellos también encuentren el amor de Dios.

8.  Perdonándonos unos a otros.  Debemos hacerlo de la misma manera en que Cristo nos perdonó. No debemos rehusar el perdonar a quien nos pide perdón, pues solo así podremos ser verdaderos hijos de Dios.

9.  Sobre todo vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.  Dios es amor y si el amor redunda en nosotros, entonces sabremos que el reino de Dios ha llegado también hasta nuestras vidas. Y lo hermoso de esto es que, si el amor de Dios está en nosotros y se dispersa hacia los demás, entonces estaremos cumpliendo con el primer gran mandamiento: “Amad a Dios por sobre todas las cosas”.

Si ninguna de estas virtudes está en su vida o varias de ellas están ausentes, quiere decir que no ha nacido de nuevo, que no ha nacido del agua y del Espíritu como dice San Juan 3:5; en este caso debe acercarse a Jesucristo y someterse a su poder transformador para que Él lo haga una nueva criatura.  Estas virtudes le dan olor fragante a nuestra alma y espíritu, haciéndonos aceptos a nuestro Padre Celestial. Y si en su interior está agradando a Dios, seguramente también cuidará que su exterior esté acorde con los mandatos bíblicos; así de esta manera estará vestido como escogido de Dios, santo y amado.

Que Dios los bendiga grande y abundantemente.

Estimado amigo, si deseas hoy entregar tu vida a Jesucristo haz esta sencilla oración en voz alta: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y me acerco a ti arrepentido, para que me perdones y me laves con tu sangre derramada en la cruz del calvario.  Yo te acepto hoy como el Señor y Salvador de mi vida y te pido que entres en mi corazón y me transformes, me purifiques y me santifiques, porque quiero ser el templo de tu Santo Espíritu.  A partir de hoy me comprometo a no practicar más el pecado, a leer tu Palabra, a meditar en ella y sobre todo a obedecerla, para que yo pueda estar en el reino de los cielos por una eternidad.  Amen”.

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