¿Qué pide Dios de ti?

Miqueas 6:6-8

“¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios.”

CONCLUSIONES.

Por norma general, cuando vamos a una fiesta, a una celebración o a algún sitio en particular, nos vamos presentados según el tipo de reunión o según el sitio. Si es para una graduación entonces vamos con lo mejor que tenemos en nuestro armario, para no dañar las fotos y para dar una buena imagen de nosotros mismos ante los demás participantes; y si es un matrimonio, con mucha mayor razón, pues allá no faltarán los trajes de etiqueta; pero si vamos para la playa o para un polideportivo, seguramente llevaremos prendas ligeras, suaves, cortas y deportivas.

Pero ¿Cómo nos presentaremos delante del Dios Altísimo? Dios nos creó para que le alabemos, le adoremos y le glorifiquemos; y esto sin duda alguna conlleva a hacer varias celebraciones aún en el transcurso de una semana; pues cada que nos reunimos en el templo o en una devocional en nuestro hogar, es para celebrarle a Dios, es para rendirle tributo al Creador y como recompensa disfrutaremos de la verdadera felicidad: “Me mostrarás la senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre.” Salmos 16:11. Dios ya tiene unas pautas no solo para la presentación corporal, sino también para presentar el alma y el espíritu; pues Dios nos ve tal como somos, compuestos de tres partes o tripartitos.  Para nuestro cuerpo ya hay una directriz, consistente en cosas sencillas, nada de lujos, nada de adornos de oro o similares y nada de peinados raros: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios.” 1 Pedro 3:3.  Más bien nuestra mejor presentación debe estar en nuestro interior, con un corazón limpio de toda malicia y pecado y un espíritu afable y apacible; es decir, donde reine la paz, el amor fraternal, el ser agradable ante los demás y donde reine también la mansedumbre.

Para nuestra alma y espíritu hay otras exigencias.  El pueblo de Israel traía ovejas, carneros y bueyes para presentarse delante de Dios y ofrecer holocaustos como expiación por sus pecados; pero llegó un punto en el que Dios ya estaba cansado de eso, porque ellos no cambiaban para bien, sino que cada día había más injusticia, más pecado, más iniquidad y más idolatría en sus vidas. Dios ya no quería holocaustos de cualquier tipo, ni mucho menos los codiciados becerros de un año, tampoco le agradaba aun el sacrificio de varios millares de carneros, ni que ofrecieran diez mil arroyos de aceite, tampoco era aceptable que se sacrificara a los primogénitos de los hombres para ofrecerlos por su rebelión o por el pecado de su alma.  Ellos en una práctica horrorosa sacrificaban sus hijos al dios Moloc en su esfuerzo por complacer a los ídolos; pero Jehová nunca les exigió este tipo de sacrificio, excepto a Abraham; pero, aunque él lo intentó, Dios no se lo permitió porque solo necesitaba ver su obediencia, al sacrificar lo que más amaba en su vida, al hijo de la promesa.

Seguramente para el hombre era muy fácil sacar de su rebaño varios animales y entregarlos a los sacerdotes para el sacrificio; pues eso no requiere mucho esfuerzo; sin embargo, esto no los obligaba a cambiar su estilo de vida y dejar el pecado para andar en obediencia y santidad a la palabra de Dios.  El pueblo, lastimosamente rendía culto a los ídolos, en los altares hechos en los lugares altos y debajo de los árboles frondosos; pero al mismo tiempo querían agradar a Jehová mediante sus sacrificios de animales y por eso Dios les dice que está cansado de holocaustos y que lo que quiere de ellos es ver una verdadera conversión. 

Algo similar hacen los ricos de esta época, yendo a los templos a prender sirios, a ofrecer rezos delante de alguna estatua, pagando para que se hagan ciertas celebraciones y rituales, haciendo votos, sacrificios físicos y largas peregrinaciones, ayudando en las remodelaciones de los templos y dando buenas sumas de dinero a la iglesia para el sostenimiento de la obra; pero ¿Será que esto es lo que le agrada a Dios?  Seguramente hay algunas cosas que son buenas; pero lo que realmente quiere Dios es una conversión del corazón del hombre.  El dinero y las posesiones no brindan ninguna seguridad ante el verdadero problema de la vida eterna, estos realmente se convierten en vanidad: “Ciertamente como una sombra es el hombre; Ciertamente en vano se afana; Amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá.” Salmos 39:6.

Dios ha declarado lo que es bueno y aquellos sacrificios de los cuales sí se agrada y con los cuales el hombre debe adornar su alma y su espíritu para estar en la presencia de Dios y ellos son:

1.  Hacer justicia.  Para ser justos, hay que pensar primeramente en el segundo gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; pues no es posible ser justos si ignoramos a nuestro prójimo, no es posible ser justos si nuestro prójimo tiene necesidades insatisfechas que nosotros con nuestros recursos podemos solucionarle; no es posible ser justos, si en vez de ayudar a nuestro prójimo, más bien lo usamos para nuestro beneficio, lo esclavizamos, lo escurrimos y lo ponemos a trabajar en favor de nuestros intereses con una mínima retribución.

2.  Amar la misericordia.  Es mundo está lleno de grandes necesidades y de gente necesitada; pero también está lleno de gente inmisericorde, que no le importa salir adelante, aún si le toca pisotear a los demás.  Se estima que el 80 por ciento de las riquezas están concentradas solo en un 10 por ciento de la población.  ¿Para qué tanta riqueza concentrada en unas pocas manos? Eso simplemente es avaricia, deseos de controlar y aplastar a los demás y ya saben lo que dijo Jesucristo “que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar al reino de los cielos”.  Si hubiera misericordia, tampoco habría pobreza; pues todos tendrían el mismo nivel de acceso a los recursos naturales y a la economía; en síntesis, la riqueza que Dios ha puesto a disposición del hombre estaría bien repartida; eso sí, que de la repartición quedarían excluidos los flojos, las “sanguijuelas” y los perezosos.

3.  Humillarse delante de Dios.  Humillarnos es dejar de sentirnos grandes y colocar a Dios por encima de nosotros y más aún cederle nuestro corazón para que viva en él y gobierne nuestras vidas a través de su Santo Espíritu.  Esto implica que tenemos que reconocer delante de Él que somos pecadores y tenemos que olvidarnos de nuestros deseos y de nuestra voluntad, para aceptar que se haga solamente Su voluntad en nuestras vidas. Humillarnos es reconocer que no somos nada delante de Él y que solo en Jesucristo tenemos valor para Dios. El mundo está lleno de orgullo y vanidad, porque muchos hombres se creen grandes; pero delante de Dios somos como la hierba que crece en la mañana y en la tarde se seca: “En la mañana florece y crece; A la tarde es cortada, y se seca.” Salmos 90:6.

Estimado hermano y amigo, tenemos que vestirnos con justicia, con misericordia y con humildad, para que seamos aceptos delante de la presencia de Dios y así de esta forma, le podamos rendir un culto agradable, en el cual nos llene de su gozo y de sus delicias.

Que Dios los bendiga grande y abundantemente.

Estimado amigo, si deseas hoy entregar tu vida a Jesucristo haz esta sencilla oración en voz alta: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y me acerco a ti arrepentido, para que me perdones y me laves con tu sangre derramada en la cruz del calvario.  Yo te acepto hoy como el Señor y Salvador de mi vida y te pido que entres en mi corazón y me transformes, me purifiques y me santifiques, porque quiero ser el templo de tu Santo Espíritu.  A partir de hoy me comprometo a no practicar más el pecado, a leer tu Palabra, a meditar en ella y sobre todo a obedecerla, para que yo pueda estar en el reino de los cielos por una eternidad.  Amen”.

 

  

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