Como amar de verdad a Dios.
1 Juan 5:2-3.
“En
esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y
guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a
Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos”.
CONCLUSIONES.
Mucho se habla del amor a Dios, pero Dios es Espíritu y
nosotros estamos viviendo en un cuerpo de carne y hueso, ¿Entonces cómo hacemos
para acercarnos a un Espíritu con un cuerpo de carne y entregarle nuestras
manifestaciones de amor?
Definitivamente hay que amar a Dios en una forma espiritual,
pues nuestras manifestaciones físicas están enmarcadas dentro de lo terrenal y
no podrán salir al basto mundo de afuera, incluyendo el mundo espiritual, donde
mora Dios con todo su ejército: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en
espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Juan 4:24.
Pero hay algo que nos conecta directamente con Dios y es la
“espada del Espíritu” que es su Palabra, cuyas frases salieron de la
boca de Dios e inspiraron a todo tipo de hombres para que esas voces fueran
plasmadas en un instrumento como el papiro. Ya con un instrumento tan valioso
como la Palabra escrita, lo que resta es escudriñarla y ponerla en práctica,
para que de esta forma estemos amando a Dios en Espíritu y en verdad; en
Espíritu porque la Palabra es Espíritu y en verdad porque la Palabra es la
revelación del evangelio de Jesucristo, quien es la Verdad y la Vida: “El
espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo
os he hablado son espíritu y son vida”.
Juan 6:63. Y también el texto que sigue nos declara quién es la verdad:
“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al
Padre, sino por mí”. Juan 14:2.
El mundo común y corriente no tiene el Espíritu Santo de
Dios en su corazón porque no han nacido de nuevo y por lo tanto tampoco pueden
recibir la revelación del Espíritu Santo, para que les sea concedido los dones
de desear la Palabra, de escudriñarla, de entenderla y también el don de
ejecutarla: “porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el
hacer, por su buena voluntad”.
Filipenses 2:13.
Amar a Dios no es otra cosa que guardar sus mandamientos,
pues no es posible amarlo solo con ofrecerle sacrificios, oraciones, limosnas,
votos o peregrinaciones; no basta solo con construirle templos, asistir a ellos y hasta confesar
con nuestra boca que le amamos, pues aún la forma de amar tiene que sujetarse a
la Palabra: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y
os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu
de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce;
pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. Juan 14:15-17.
Y como contraprestación a ese “amor” u “obediencia”
a Dios, Él promete enviarnos al Consolador, quien es el Espíritu Santo para que
more con nosotros y esté allí en nuestro corazón el resto de nuestras vidas, si
cuidamos de su permanencia. Este texto aclara
también que el mundo (la gente normal) no lo puede recibir porque aún no le ven
ni le conocen y por eso es necesario que dichas personas se acerquen a
Jesucristo arrepentidos y le reciban como su Señor y Salvador, para que el
Espíritu entre en sus corazones y haya un nuevo nacimiento.
En conclusión, hay tres mandatos que se deben cumplir como
garantía para ser unos verdaderos hijos de Dios: Primero debemos amar a Dios,
segundo debemos cumplir sus mandamientos para ratificar ese amor y tercero
debemos amar a nuestro prójimo: “En esto conocemos que amamos a los hijos de
Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos”. El segundo y
tercer mandato son pilares del primero; pues si no hay cumplimiento de los
mandamientos y tampoco amor por el prójimo, inevitablemente tampoco habrá amor
hacia Dios.
Es de anotar que el cumplimiento de los mandamientos no es
nada del otro mundo; es decir que su puesta en práctica no es imposible para el
hombre, pues el sacrificio más duro que había que hacer para obtener el perdón
de nuestros pecados lo hizo Jesucristo con su muerte en la cruz, ahora nosotros
ya no tenemos que morir crucificados en una cruz y el cumplimiento de las demás
cosas es cuestión de actitud, de perseverancia y de poner nuestra voluntad para
apartarnos del pecado y ser obedientes a Dios: “y sus mandamientos no son
gravosos”.
Estimado hermano y amigo, no podemos decir que amamos a Dios
si solo participamos de los servicios religiosos de la iglesia, no podemos amar
a Dios si desconocemos su Palabra, pues no sabremos qué es lo que Él exige de
nosotros y tampoco podemos amarle solo con leer la Palabra, pues hay que
ponerla por obra para que Dios pueda ver nuestros frutos, pues si no hay frutos
en nada somos parecidos a un verdadero cristiano: “Así que, por sus frutos
los conoceréis”. Mateo 7:20. A Dios le encanta recoger nuestros buenos
frutos y no nuestras palabras de amor, las cuales son especiales para declarar nuestra
fe, pero que no sirven de mucho cuando se trata de obedecer.
Somos criaturas de Dios, pero la obediencia nos eleva a un
plano superior, el de ser verdaderos hijos de Dios con derechos y con herencia
en el reino de los cielos; mientras que los que continúan en desobediencia
siguen siendo hijos del diablo, pues hacen su voluntad que es seguir en pecado
y hacer todo lo que desagrada a Dios.
Que Dios los bendiga grande y abundantemente.
Estimado amigo, si deseas hoy entregar tu vida a Jesucristo haz esta
sencilla oración en voz alta: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y
me acerco a ti arrepentido para que me perdones y me laves con tu sangre
derramada en la cruz del calvario. Yo te acepto hoy como el Señor y
Salvador de mi vida y te pido que entres en mi corazón y me transformes, me
purifiques y me santifiques, porque quiero ser el templo de tu Santo
Espíritu. A partir de hoy me comprometo a no practicar más el pecado, a leer
tu Palabra, a meditar en ella y sobre todo a obedecerla, para que yo pueda
estar en el reino de los cielos por una eternidad. Amen”. Y
si estás en peligro de muerte y no estás en paz con Dios, puedes acudir a la
misericordia de nuestro Señor Jesucristo, clamando a gran voz por
salvación: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.”
Hechos 2:21.
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