¿Cómo debe ser una verdadera conversión a Dios?
Es fácil decir: “yo creo en Dios” y también es fácil participar en todos los ritos y costumbres de una religión; pero no es lo mismo convertirse de verdad al Dios vivo.
Texto: Joel 2:12-13
“Por eso pues, ahora, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo”.
CONCLUSIONES.
Comenzaremos citando un texto bíblico que nos habla de una realidad la cual muchos no están dispuestos a escuchar: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Mateo 7:21.
La voluntad de Dios es que el hombre se convierta de todo corazón, para que pueda alcanzar el reino preparado para sus verdaderos hijos, que son aquellos que obedecen a su Palabra; pues para los que no creen ya hay un juicio decretado y para los que creen, pero no se someten, igualmente estarán apartados de la presencia de Dios para siempre.
El hombre es muy dado a seguir ritos religiosos, donde no haya ningún tipo de compromiso (solo hacer presencia y nada más); donde no comprometa su estilo de vida, donde no comprometa su aparente felicidad, donde no se vea obligado a apartarse de sus vicios, parrandas y pecados, donde no se comprometan sus ingresos ni su bolsillo, etc.; y por eso le resulta simple adoptar alguno de los siguientes comportamientos:
1. Ir al servicio religioso todos los domingos y seguir siendo un mentiroso, un vulgar, un adúltero, un glotón, un borracho, un injusto, un incrédulo, un desobediente o un idólatra.
2. Ir a la iglesia y hacer presencia con nuestro cuerpo, pero dejar nuestro corazón en el resto de los asuntos que nos causan preocupación o que son prioridades (antes que Dios) para nuestro estilo de vida.
3. Estar en la iglesia, pero tener nuestro corazón en los problemas del trabajo, del negocio, de la salud o en los problemas familiares.
4. Estar en la iglesia, pero estar pensando en el sitio a donde iremos de vacaciones, en la próxima parranda o reunión familiar; en síntesis, es muy fácil ir a la iglesia solo en cuerpo, cuando nuestra alma y espíritu están ocupados en otros quehaceres de la vida.
5. Asistir a la iglesia popular y dejar nuestra salvación en manos de los supuestos santos hechos de metal, de madera o de yeso (o en la supuesta madre de Dios); mientras nosotros nos dedicamos a disfrutar del mundo con sus pasiones y deseos.
6. Decirle a Dios con nuestra boca: “Te amamos”; pero no lo ponemos en primer lugar y tampoco queremos abandonar nuestra vida pecaminosa.
Todo esto indica que en nosotros no ha habido una conversión completa y que no estamos siguiendo a Dios con todo nuestro corazón como lo pide el primer gran mandamiento. ¿Y qué decir de aquellos que ni siquiera asisten a una iglesia y que por su indiferencia y su incredulidad están alejados de Dios?
El corazón hace parte del alma; por tanto, nuestra conversión tiene que incluir tanto nuestro cuerpo, como nuestra alma y espíritu. Dios nos quiere completos buscando su presencia y por eso nos exige el cien por ciento de nuestra atención y de nuestro esfuerzo.
No es posible agradar a Dios solo con el cuerpo, tenemos que acercar a Él también nuestra alma y nuestro espíritu, que, aunque cohabiten junto con el cuerpo, posiblemente estén en otro sitio cumpliendo con otras actividades. Vemos en este texto que Dios nos pide el cien por ciento de todo nuestro ser: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento.” Marcos 12:30.
Entonces ¿Cómo debe ser nuestra conversión a Dios? Dice el texto que dicha conversión debe contener cuatro elementos:
1. Con todo nuestro corazón. La conversión no puede ser solo con nuestra boca; esas voces de arrepentimiento tienen que salir de nuestro corazón, solo así tendrán fundamento y podrán perdurar por largo tiempo. Así como los escritos pueden con todo, las palabras también; por eso es necesario que salgan de nuestro corazón, así habrá la certeza de que son genuinas.
Es fácil comprometer con Dios solamente nuestra lengua y con el resto de los miembros seguir sirviendo al mundo y al pecado: “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” Isaías 29:13.
2. Con ayuno. El ayuno significa afligir nuestra carne para permitir que el alma y el espíritu tengan pleno control sobre el cuerpo y esto significa dejar de consumir alimentos y bebidas por algunas horas (preferiblemente ocho); pues Dios estableció ocho horas para el trabajo, ocho para el descanso y ocho para dormir; entonces así mismo debería ser el horario de un ayuno. Normalmente hay tres comidas al día separadas unas seis horas una de otra (exceptuando el desayuno), por lo cual hacer un ayuno de menos de seis horas es irrisorio y no implica ningún sacrificio.
3. Con lloro. Las lágrimas son una forma de saber si las palabras provienen o no del corazón. Si salen del corazón, salen con lágrimas y si hay lágrimas podemos saber que el acto de conversión del hombre es real; esto es si el individuo está actuando en forma libre y espontánea, y no presionado por algún factor externo.
4. Con lamento. El lamento es la queja y el dolor por lo que pudo ser y no fue, por lo que debimos hacer y no hicimos. Es lamentarnos delante de Dios por todos nuestros errores, por nuestros pecados, por nuestras injusticias, por nuestra falsedad y también por nuestra vida superficial delante de Dios. Y si no hay lamento en este proceso, entonces tampoco habrá dolor por nuestra maldad y tampoco podrá haber un arrepentimiento verdadero; pues si aún estamos congraciados o de acuerdo con lo que hacemos, así dichos comportamientos desagraden a Dios, entonces ¿Cómo podremos garantizarle a Dios que sí le entregamos esas cosas y que no las queremos más en nuestras vidas?
La historia.
En la antigüedad los reyes, los líderes y los hombres del común rasgaban sus vestidos en un acto de arrepentimiento; pero Dios nos dice hoy que no hagamos esto, sino que más bien rasguemos nuestros corazones y que el hombre se convierta de verdad a Dios: “Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios, Porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo”.
A Dios le duele el hecho de castigarnos, pero no le queda otra alternativa en su deseo de corregirnos, pues si no hay corrección tampoco habrá lugar para nosotros en el cielo: “Reconoce asimismo en tu corazón, que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga.” Deuteronomio 8:5.
Dios es tardo para la ira, pero el hombre no le da tregua a Dios, pues nuestros pensamientos son de continuo para el mal y no hay un arrepentimiento verdadero que le permita a Dios cambiar su veredicto y enviar bendición en vez de castigo: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.” Génesis 6:5.
Por tanto, rasgar nuestro corazón es abrirlo y sacar todo lo malo que hay dentro de él y permitirle al Espíritu Santo que entre y gobierne nuestro corazón y que lo mantenga limpio y santo; pues en el corazón se gesta toda la maldad del hombre, cuando allí solo habitan demonios: “Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre.” Mateo 15:18.
Estimado hermano y amigo, conviértase realmente a Cristo y vendrán tiempos de refrigerio y de bendición para su vida y también para toda su familia, esta es la promesa de Dios: “Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa.” Hechos 16:31.
Que Dios los bendiga grande y abundantemente.
Estimado amigo, si deseas hoy entregar tu vida a Jesucristo haz esta sencilla oración en voz alta: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y me acerco a ti arrepentido para que me perdones y me laves con tu sangre derramada en la cruz del calvario. Yo te acepto hoy como el Señor y Salvador de mi vida y te pido que entres en mi corazón y me transformes, me purifiques y me santifiques, porque quiero ser el templo de tu Santo Espíritu. A partir de hoy me comprometo a no practicar más el pecado, a leer tu Palabra, a meditar en ella y sobre todo a obedecerla, para que yo pueda estar en el reino de los cielos por una eternidad. Amen”. Y si estás en peligro de muerte y no estás en paz con Dios, puedes acudir a la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, clamando a gran voz por salvación: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Hechos 2:21.
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