Cómo pertenecer a la gran familia celestial.
Pertenecer a una familia de renombre es algo extraordinario, pues se tiene conocidos y admiradores por donde quiera que vaya; sin embargo, los títulos, los honores, las riquezas y la gloria terrenales son perecederas y los que pertenecen a estas familias no disfrutarán de estos beneficios por mucho tiempo.
Texto:
Mateo 12:50.
“Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está
en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y
madre”.
CONCLUSIONES.
Hay una familia a la que todo hombre debería aspirar a
pertenecer, debido a unas particularidades que la hacen codiciable desde todo
punto de vista; y esta es la familia del reino de los cielos, compuesta por Dios
el padre, Jesucristo el hijo unigénito, el Espíritu Santo, los ángeles, los querubines
y los serafines; más todos los redimidos por la sangre del Cordero, que también
son hijos de Dios o hermanos menores de Jesucristo y coherederos del reino de
los cielos con todas sus riquezas, que son aquellas reveladas en la Palabra y
aún también las que vamos a conocer cuando nuestra naturaleza sea incorruptible.
Y por eso dice el texto que seremos hermanos y hermanas de Jesucristo y para el
caso de las madres, Jesús pasaría a ser como uno de sus hijos: “… ése es mi
hermano, y hermana, y madre”.
Y si somos hermanos de Jesucristo, esto significa
compartir con Él su reino y sus riquezas; ¿no es esto demasiado maravilloso y
que lo podemos alcanzar aún desde nuestra posición de seres mortales sobre la
tierra?: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él
seamos glorificados”. Romanos 8:17.
El hecho de pertenecer a dicha familia encierra un camino
lleno de aflicciones, por lo que dice la anterior cita “si padecemos
juntamente con él”, y esto es porque el diablo se niega a perder un alma
más y por eso la ataca, con el fin de persuadirla a abandonar dichos caminos;
pero como Dios está de nuestro lado, seremos librados de cada una de ellas a su
debido tiempo: “Muchas son las aflicciones del justo, Pero de todas ellas le
librará Jehová”. Salmos 34:19.
Después de la humillación viene la exaltación y para que
la exaltación sea gloriosa, el padecimiento también debe ser igual de grande;
lo cual se conforma como un segundo propósito del padecimiento: “Humillaos
delante del Señor, y él os exaltará”. Santiago 4:10.
¿Será que pertenecer a esta familia tan especial no le
llama la atención?
Si a usted no le llama la atención el pertenecer a esta
gran familia, entonces usted es un incrédulo, que no cree en el Dios verdadero
o que anda en pecado y disfrutando de los deseos de la carne y de los placeres
del mundo; y que por lo tanto, no le da importancia a lo espiritual, sino que
para usted lo más valioso es lo que pueda lograr y disfrutar aquí en la tierra,
sin pensar en lo que viene más allá de la muerte, que sin duda alguna será castigo
eterno para los que piensan solo en lo terrenal: “el fin de los cuales será
perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo
piensan en lo terrenal”. Filipenses 3:19
¿Y qué se debe hacer para pertenecer a dicha familia?
El texto principal nos revela una palabra clave y es la
obediencia: “Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en
los cielos …”.
Y para hacer la voluntad de Dios es indispensable conocer
su Palabra; de lo contrario sería imposible conocer lo que Dios demanda de cada
uno de nosotros; y el hecho de no leer la biblia, se constituye en pecado,
porque se trata de la transgresión de un mandato de Dios que nos invita a leer,
a meditar y a obedecer su Palabra: “Escudriñad las Escrituras; porque a
vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan
testimonio de mí”. Juan 5:39.
La posición dentro de la familia de Dios la podemos
ocupar estando aún sobre la tierra; es decir, que en nuestra vida mortal
podemos empezar a disfrutar de muchas de las bendiciones que Dios tiene
preparadas para esta gran familia, constituida por ciudadanos santos: “Así
que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y
miembros de la familia de Dios”. Efesios
2:19.
Esto significa (para los que hemos nacido de nuevo), que
nuestra ciudadanía como individuos de una sociedad ya es doble; pues los
verdaderos hijos de Dios, aquellos que nos gozamos escudriñando su Palabra y
que también velamos por el cumplimiento de ella, fuera de pertenecer a una
familia natural y a una patria en términos territoriales, también pertenecemos
a la gran familia de los hijos de Dios, compuesta por ciudadanos que viven en
santidad y comunión con su Creador.
Los miembros de esta gran familia ya hemos nacido de
nuevo y la segunda muerte ya no tendrá potestad sobre nosotros, pues una vez
muertos físicamente, nuestro ser espiritual será llevado por los ángeles de
Dios al reino de los cielos, donde veremos a Dios cara a cara: “Ahora vemos
por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en
parte; pero entonces conoceré como fui conocido”. 1 Corintios 13:12.
Estimado hermano y amigo, pertenecer a una gran familia
aquí en la tierra no significa nada, porque un día la muerte irá desgranando a cada
uno de sus miembros y más tarde su memoria será completamente borrada y solo
quedará en los libros de la historia, solo si dicha familia tuvo una
connotación social, política o científica; de lo contrario, nadie se acordará
más de ella.
Más bien opta por pertenecer a la gran familia de los
verdaderos hijos de Dios, familia que no estará ubicada definitivamente aquí en
la tierra, sino en el reino de los cielos y que tampoco estará compuesta por
individuos de carne y hueso, sino de individuos inmortales con alma y espíritu;
y que también es una familia que existirá por los siglos de los siglos,
disfrutando también de la vida eterna en el reino de los cielos.
Que Dios los bendiga grande y
abundantemente.
Estimado amigo, si deseas hoy entregar tu vida a Jesucristo haz esta sencilla oración en voz alta: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y me acerco a ti arrepentido para que me perdones y me laves con tu sangre derramada en la cruz del calvario. Yo te acepto hoy como el Señor y Salvador de mi vida y te pido que entres en mi corazón y me transformes, me purifiques y me santifiques, porque quiero ser el templo de tu Santo Espíritu. A partir de hoy me comprometo a no practicar más el pecado, a leer tu Palabra, a meditar en ella y sobre todo a obedecerla, para que yo pueda estar en el reino de los cielos por una eternidad. Amen”. Y si estás en peligro de muerte y no estás en paz con Dios, puedes acudir a la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, clamando a gran voz por salvación: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Hechos 2:21.
Comentarios
Publicar un comentario